Cuando llega el esperado cuscús, pasadas las tres de la tarde, la ovación sincera a las cocineras revela que este es un viernes especial en la plaza del Pou de la Figuera, para muchos aún el Forat de la Vergonya, como los vecinos bautizaron el espacio, cuya apertura coincidió con el inicio del proceso de gentrificación del barrio llegado con el cambio de siglo. Khadeja, una de las cocineras, responde emocionada a los aplausos de los chicos con un 'Zaghareet', el clásico alarido con el que las mujeres árabes demuestran alegría en las fiestas. Pese a todo -"estos chicos no solo tienen que comer hoy, mañana volverán a tener hambre", recuerda más tarde Khadeja-, este viernes es un día de fiesta.
Khadeja vive en la Ribera desde 1988, cuando llegó a Barcelona desde Marruecos. Aquí ha criado a sus cuatro hijos. "Ella llegó antes", señala. Ella es Amina, otra de las cocineras, también de origen marroquí y vecina del barrio desde hace 36 años, donde tuvo a sus cinco hijos. "Les ayudo desde que llegaron al barrio. No tienen familia, no tienen a nadie. Les veo durmiendo en la calle, mojados por la hierba del parque, y se me parte el corazón", explica la mujer, quien habla "como madre". Susana, la tercera cocinera, también es madre de dos niños y vecina de la Ribera, en su caso desde que nació. "El trabajo lo han hecho ellas, yo las he ayudado", se quita mérito. Lo que sí hace, como sus vecinas Khadeja y Amina, es abrir sus casas a estos chicos para lavarles la ropa y hacerles un bocadillo. "En Ramadán -explica Amina- les hacemos 'jarira'".
El cuscús popular de este viernes quiere ser la semilla de algo. No solo han participado estas tres madres, quienes llevan mucho tiempo ayudando a estos chicos de forma invisible y cada una en su casa, poniéndose muchas veces a sus propios vecinos en contra. "La carne nos la han dado en la carnicería de aquí, y el cuscús también", señalan.
Quieren mostrarles que no están solos. Que también forman parte de la comunidad. Susana presenta a los chicos a algunos vecinos con ganas de acercarse a ellos, de ayudarles. "Reforzar este trabajo comunitario, que ya existe aunque de forma tímida y precaria, es el camino para resolver el problema", confía uno de los vecinos, quien también ha creado vínculo con los chicos.
La elección de la fecha -este viernes- no es casual. "Llevamos dos semanas en las que la presencia policial en las calles está aumentando mucho. Les identifican a diario. A mi hijo, que tiene 13 años, también le han identificado. Aquí todos somos sospechosos", explica Amina. Este refuerzo policial llega tras las quejas de numerosos vecinos y comerciantes del lugar, quienes denuncian, también desde hace mucho tiempo, hurtos y la presencia de los chicos esnifando cola.
Autoridad moral
Estas madres son las primeras que les dicen que no se droguen y que no roben. Ellas tienen, como pocos, autoridad sobre estos chicos. "Si veo a alguno colocado me siento a su lado y le pregunto por qué lo hace. Se me pone a llorar, y me pongo a llorar yo también -relata Amina-. Me dan tanta pena. Les veo tan desprotegidos y desamparados...". "El invierno ha sido muy duro y están en la calle; se drogan para soportar el frío, pero nosotros siempre les echamos la bronca para que no consuman. Siempre. Les decimos que para integrarse en el barrio tienen que comportarse", añade Khadeja, quien sueña con disponer de un espacio habilitado en el que poder cocinar y dar apoyo a estos chicos en el barrio.
Zakarías es uno de estos chavales. El 1 de marzo, hace dos semanas, alcanzó la mayoría de edad. "En el centro en el que vivía me regalaron 20 euros y me dieron las maletas", explica. "Antes inhalaba cola, cuando no sabía el daño que me hacía, y robaba. Eso, en parte, ha hecho que ahora esté en un piso de Justícia, en libertad vigilada -explica; la tengo hasta noviembre". La libertad vigilada y el piso. Está estudiando un PFI -que inició a través de los programas del centro de menores en el que vivía hasta hace pocos días- y espera encontrar trabajo a través de las prácticas.
Helena López. El Periódico, 18.03.2017.
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